Confieso que me duele escribir sobre este tema, porque lo hago desde la decepción, desde la preocupación y desde una creciente desconfianza como ciudadano, profesor, y guajiro. Me duele porque tenía muchas expectativas con el actual Procurador General de la Nación, Gregorio Eljach Pacheco, no solo por su trayectoria jurídica, sino también porque es mi paisano. Y me duele más porque en el caso del congresista David Racero, la encargada de representar a la Procuraduría ante el Consejo de Estado sea la doctora Idayris Yolima Carrillo, también guajira, reconocida y admirada por muchos. Pero la ley es la ley. Y la ética pública no puede tener excepciones regionales ni afectivas.

La Procuraduría ha solicitado que no se declare la pérdida de investidura del representante Racero, acusado de presunto tráfico de influencias por recomendar a su tío y otros allegados para cargos en el SENA. La doctora Yolima argumentó que no hay pruebas de constreñimiento ni de que Racero haya invocado su investidura para presionar decisiones, es decir, que recomendar no es tráfico de influencias.

Y aquí es donde comienza mi preocupación. ¿Desde cuándo el análisis jurídico de una conducta tan delicada como el tráfico de influencias puede reducirse a una interpretación semántica? ¿Desde cuándo se exige probar el constreñimiento explícito cuando la sola investidura de un congresista ya implica una carga simbólica y funcional que puede influir en decisiones administrativas?

La recomendación de un congresista no es una sugerencia cualquiera. Es una acción que, por el peso institucional del cargo, puede alterar el curso normal de los procesos de selección, contratación o nombramiento en entidades públicas. Y eso, señores, ¡es tráfico de influencias!

El artículo 411 del Código Penal establece que el servidor público que utilice indebidamente influencias derivadas del ejercicio del cargo para obtener beneficios, incurre en tráfico de influencias. No dice que debe haber constreñimiento ni exige que haya amenazas. Basta con que se utilice la investidura para influir indebidamente.

¿Y no fue lo que hizo Racero? ¿No es suficiente evidencia el hecho de que su tío y otros allegados terminaron contratados en el SENA, después de intercambios de mensajes con el director de la entidad, en los que se hablaba de “puestos para la causa” y de “dejarle algo a los verdes”? ¿Eso no es una forma de clientelismo institucional? ¿De verdad, nos creen ingenuos?

La Procuraduría, en su intervención, insistió en que no se probó que Racero hubiera invocado su condición de congresista. Pero ¿No es evidente que cualquier funcionario público sabe quién es un congresista? ¿No es ingenuo pensar que el director del SENA no sabía con quién hablaba? ¿Para entender que Racero estaba gestionando un nombramiento no es suficiente que dijera “¿le puedo decir a mi tío que hable con el director regional sobre eso?”

La jurisprudencia del Consejo de Estado ha sido clara en señalar que la pérdida de investidura no requiere la comisión de un delito, sino la vulneración de principios legales y éticos que rigen el ejercicio del cargo: imparcialidad, moralidad administrativa, no prevalimiento del cargo, entre otros.

La recomendación de un congresista, en el contexto de una contratación pública, no es inocente, neutral, o ajena a la lógica del poder. Y por eso, cuando se hace en beneficio de familiares o allegados, debe ser examinada con rigor, no con benevolencia.

Lamento profundamente que la Procuraduría haya optado por una defensa técnica que ignora el contexto político, ético y simbólico del caso. Lamento que se haya minimizado el impacto de las recomendaciones de Racero como si fueran gestos de cortesía. Y lamento que esta postura provenga de dos figuras que, por su origen guajiro, me generaban confianza y esperanza: Eljach y Yolima.

Pero más allá de lo personal, lo que está en juego aquí es la confianza ciudadana en las instituciones. Si permitimos que los congresistas recomienden sin consecuencias, si aceptamos que la investidura no tiene peso en las decisiones administrativas, si normalizamos el clientelismo como parte del ejercicio político, entonces estamos renunciando a la ética pública. Y yo, como ciudadano, como profesor, como guajiro, no estoy de acuerdo con eso.

Y como dijo el filósofo de La Junta: «Se las dejo ahí…” @LColmenaresR