El modelo de etnoeducación que tantos líderes wayuu defendieron como una conquista de autonomía cultural terminó convirtiéndose en una maquinaria de abusos hacia quienes deberían ser la columna vertebral del sistema: los docentes. Lo que recibo a diario de maestros y maestras de Uribia, Manaure y la Alta Guajira es la radiografía de un modelo que, lejos de dignificar la educación propia, terminó desbordado por la corrupción, la extorsión y la captura de poder por parte de algunas autoridades tradicionales y líderes locales.

Lo que expongo aquí corresponde a denuncias directas y testimonios que me envían los afectados, quienes me autorizan a divulgar la situación siempre que preserve su identidad por obvias razones. Y lo hago porque ya es imposible seguir callando.

Me preguntan: “¿esa es la etnoeducación?” Una maestra de Uribia me envía copias de los recibos de consignación que debe pagar mensualmente a una líder de la comunidad que la extorsiona para permitirle seguir dictando clases. Así, sin rodeos. La docente debe consignarle dinero para que la “deje trabajar”. ¿En qué rincón del mundo civilizado un maestro tiene que pagar para educar? ¿Cómo llegamos al punto en el que el sistema educativo se convierte en una renta más para estructuras locales que encontraron en la etnoeducación una nueva fuente de ingresos?

Las denuncias coinciden una y otra vez: los líderes “quitan y ponen maestros a su antojo”. No es un mecanismo meritocrático, ni un sistema de evaluación, ni la Secretaría de Educación quien decide, es el “yo mando aquí” que se impone como regla no escrita, pero obligatoria. Los docentes viven bajo amenaza constante de perder su puesto si no pagan cuotas, si no cumplen exigencias económicas, si reclaman condiciones mínimas o si se resisten a funcionar como cajeros automáticos de quienes ejercen poder territorial.

Una maestra me escribe: “Además de proveerme mi alimentación, habitación y todo lo básico para vivir, tengo que gastar de mi sueldo en materiales de clase, comprar alimentos para los estudiantes y, para rematar, consignar mensualmente a una líder de la comunidad”. Otro docente me cuenta que en varias escuelas deben pagar entre $250.000 y $350.000 para transporte escolar, haya o no haya contrato vigente; y si no hay salón de clases, deben construirlo con su propio dinero o alquilarlo por otros $200.000 o $300.000. Si un niño se cae y se golpea, a veces deben pagarle al palabrero. ¿Cómo puede un maestro concentrarse en enseñar si vive en permanente angustia económica, emocional y laboral?

No puedo afirmar que esto pase “en todo lado”. Lo verificable es que los organismos de control han documentado patrones de irregularidades, presiones indebidas y disputas de control en el sector educativo en La Guajira. Ahí están las auditorías de la Contraloría respecto a la educación rural dispersa, los informes de la Procuraduría sobre nombramientos irregulares y las Alertas Tempranas de la Defensoría sobre tensiones entre autoridades tradicionales. Pero lo que describen los docentes, extorsión directa, cobros obligatorios, amenazas explícitas, no ha sido reconocido oficialmente, aunque sí denunciado repetidamente por los afectados. En esos casos solo puedo decir: son denuncias creíbles, consistentes y reiteradas, pero no puedo confirmarlas como hallazgos oficiales.

Lo grave es que el silencio institucional está alimentando la sensación de que La Guajira es “tierra sin Dios ni ley”. ¿Qué dicen el gobernador y la Secretaría de Educación? ¿Y el alcalde de Uribia? ¿Es que también tienen cuota? ¿Están metidos en el negocio? No tengo pruebas para afirmarlo y no puedo presentar algo que no se pueda verificar. Pero sí puedo confirmar que la falta de acción pública es absoluta, indignante y peligrosa.

Por si fuera poco, muchos docentes denuncian que los rectores actúan como dueños de comunidad. Una rectora en Uribia, afirma abiertamente que “la Secretaría de Educación no le va a hacer nada”. Y parece que tiene razón. Los maestros me dicen que están abandonados, sometidos y tratados “como si fueran perros”. Que cada año las “cuotas” suben. Que nadie controla nada. Que los sindicatos educativos solo aparecen cuando necesitan que les transfieran las cuotas de afiliación, pero no para defenderlos del abuso sistemático que padecen.

¿Es este el modelo de etnoeducación que se reclamaba como expresión de autonomía cultural? Porque la autonomía no es sinónimo de extorsión, abuso, persecución ni dominio arbitrario. La autonomía no puede convertirse en excusa para violar derechos fundamentales, laboralizar la explotación y someter a los docentes a pagar por ejercer la profesión más noble del mundo.

Lo digo desde mi absoluta preocupación: La Guajira necesita romper este silencio ya. Necesita que Colombia entera conozca lo que allí ocurre. Necesita que los docentes dejen de vivir entre el miedo y la resignación, que los estudiantes reciban educación digna y que las autoridades, todas, cumplan su deber de proteger, supervisar y sancionar.

Porque si la etnoeducación se convirtió en una estructura de sometimiento, entonces a La Guajira no le fallaron los maestros: le falló el Estado. Y le falló por abandono. Y el abandono también es corrupción.

Estoy cansado de que nos digan que esto es “normal”. De que nos pidan mirar para otro lado. No pienso hacerlo. Y seguiré denunciándolo, con nombres ocultos si es necesario, pero con la verdad por delante, hasta que la educación en La Guajira deje de ser una trampa mortal y vuelva a ser lo que siempre debió ser: un camino de dignidad, no un mercado de extorsión.Y como dijo el filósofo de La Junta: «Se las dejo ahí…” @LColmenaresR