La elección de Carlos Camargo como magistrado de la Corte Constitucional marca un momento crucial para la justicia colombiana, no solo por el resultado político que representa, sino por las circunstancias éticas que la rodean. Con 62 votos frente a los 41 de María Patricia Balanta, el país ha sido testigo de una decisión que exige una reflexión profunda sobre los principios que deben regir la alta magistratura. Ahora, el nuevo magistrado enfrenta el paradójico deber de ingratitud, para romper cualquier vínculo de agradecimiento con quienes promovieron su elección.

La comparación entre los perfiles de los candidatos principales revela una diferencia fundamental. María Patricia Balanta llegó a la terna por sus méritos profesionales y experiencia de más de treinta años en la rama judicial. Iniciada en 1979 como escribiente, ascendió por concurso a distintos cargos hasta convertirse en magistrada del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Buga desde 2003. Sus títulos académicos, incluyendo un doctorado en Filosofía Jurídica y Filosofía Política con distinción cum laude, y su manifiesta independencia contrastan marcadamente con el perfil del candidato que al final resultó elegido, porque está claro que Carlos Camargo ha construido su carrera a través de relaciones familiares y amiguismo. Es conocido que, durante su gestión como Defensor del Pueblo, nombró a familiares de magistrados de la Corte Suprema de Justicia que lo seleccionó.

La situación no es inédita. El antecedente del procurador Alejandro Ordóñez ofrece lecciones sobre las consecuencias de estas prácticas. El Consejo de Estado declaró nula su reelección precisamente por haberle repartido burocracia a magistrados de la Corte Suprema que lo ternaron: “sin lugar a dudas, el demandado sí pretendía ser postulado por la Corte Suprema de Justicia, por lo que tenía prohibido nombrar a los parientes de los integrantes de esa alta corporación, para evitar el intercambio de favores”, dijo el Consejo de Estado en esa ocasión.

El paralelo con el caso Camargo es inevitable. El “yo te nombro, tú me eliges” que caracterizó a Carlos Camargo en la Defensoría del Pueblo replica exactamente el patrón que el Consejo de Estado sancionó en el caso Ordóñez, y no sería extraño que en este caso ocurra lo mismo si presentan una demanda.

Ante esta realidad, Carlos Camargo enfrenta una encrucijada ética para expresar públicamente su compromiso con el deber de ingratitud, reconociendo que su legitimidad como magistrado depende de su capacidad para desvincularse completamente de las redes que facilitaron su elección. Este no es un ejercicio retórico, sino una necesidad imperiosa para recuperar la confianza ciudadana en la institución.

El deber de ingratitud implica varias dimensiones prácticas: primero, el reconocimiento público de que no debe favores a quienes participaron en su elección; segundo, la abstención en casos donde pueda existir cualquier apariencia de conflicto de interés; tercero, la adopción de una posición institucional que privilegie la Constitución por encima de cualquier lealtad personal o política.

Este episodio expone una crisis de la Corte Suprema de Justicia, que debe revisar las páginas de la ética, porque como jueces deben dar ejemplo de objetividad y honestidad. Su participación en la conformación de la terna, a pesar de los evidentes conflictos de interés, demuestra una actitud gremial que no es sana para el Estado de Derecho. La credibilidad del sistema judicial colombiano está en juego cuando los ciudadanos se preguntan de manera legítima: ¿quién puede creer en los jueces en estas condiciones? ¿acaso no fue suficiente experiencia el “cartel de la toga”?

La respuesta no puede ser la resignación ni la complacencia institucional, sino una transformación que garantice los méritos, y no las relaciones familiares o el clientelismo, como criterio para ocupar los altos cargos de la justicia.

Por su parte, el magistrado Camargo tiene en sus manos la oportunidad de ejercer el cargo para honrar el deber de ingratitud que exige su posición, hasta cuando se lo permita el Consejo de Estado. Colombia observa, y la historia juzgará. Y como dijo el filósofo de La Junta: «Se las dejo ahí…” @LColmenaresR