La campaña que apenas comienza ya huele a farsa. Detrás de cada alianza “histórica” lo que veo es cálculo frío, pactos de conveniencia y listas armadas como si el Congreso fuera una agencia de empleo para reciclar caciques electorales.
La campaña apenas comienza y ya se siente el veneno en el ambiente. Basta asomarse a cualquier red social para ver que la política se volvió un espectáculo grotesco, una pelea de barrio sin argumento. Y lo más grave es que en medio de ese ruido estamos empujando a una generación completa a rechazarlo todo: el sistema, las reglas, las instituciones, incluso la idea misma de la democracia. El mensaje que le están enviando al país es que en Colombia ya no importa lo que piense la gente, sino con quién te unes para seguir viviendo de la política.
En ese escenario, los extremos se sienten dueños del tablero. Unos ofrecen mano dura envuelta en populismo punitivo; otros prometen redención total mientras juegan con la rabia y la frustración de la gente. Pero los dos extremos se retroalimentan, porque se necesitan para existir, y en medio de ese pulso mezquino van dinamitando cualquier posibilidad de centro, de sensatez, de diálogo mínimo.
Por este contexto, es que a veces tengo la certeza de que Colombia está perdiendo algo esencial, algo que no se recupera cuando se rompe. Y no me refiero solo a instituciones o a gobiernos que decepcionan. Hablo de nosotros mismos, de nuestra capacidad para convivir sin destruirnos: estamos permitiendo que la polarización nos convierta en un país irreconocible.
Lo que antes era una diferencia política hoy es una guerra personal. Ya no escuchamos, ya no procesamos, ya no queremos entender. Y mientras nos lanzamos piedras verbales desde trincheras imaginarias, los verdaderos problemas siguen intactos. La polarización nos está dejando sin país porque se volvió una cárcel donde cada quien grita sus certezas sin interesarse en la realidad.
Muchos jóvenes están furiosos, cansados, decepcionados. ¿Y quién podría culparlos? Si es que han escuchado año tras año los discursos prometiendo cambios que nunca llegan, creciendo entre profundas desigualdades y una sensación permanente de abandono.
Pero lo que más duele es ver a la juventud abrazando opciones radicales y creyendo que ahí está la salvación. Se está normalizando el autoritarismo como si fuera una estrategia de moda, como si no fuera un riesgo real, como si no tuviera un gran costo para la libertad.
Muchos no saben lo que implica vivir sin contrapesos, sin derechos, sin límites al poder. No dimensionan lo que puede significar entregar el país a un líder que convierte la rabia en combustible y el miedo en herramienta. Y sin embargo, veo a mucha gente caminando directo hacia el huracán con los ojos cerrados, abonando el terreno para el “mesías” de turno que prometa “barrer la corrupción” llevándose por delante las instituciones.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
¿En qué momento aceptamos que el insulto reemplazara a la idea?
¿Por qué normalizamos esta brutalidad emocional que nos incapacita para construir algo juntos?
Es como si Colombia estuviera condenada a elegir entre extremos que solo saben multiplicar el miedo. Pero la indiferencia no se puede volver la norma, ni que la rabia sea la única forma de participación. Si seguimos alimentando el odio, no habrá futuro que reclamar.
No podemos entregar nuestro destino a la emoción del momento. No podemos confiar en quienes solo saben prender incendios donde debería haber diálogo. No podemos permitir que un país que ha sufrido tanto renuncie a su derecho de corregir sin destruir.
Estamos cansados, sí. Cansados de la hipocresía política, de los líderes que se disfrazan de salvadores mientras profundizan la división, de la ciudadanía que renuncia a pensar por sí misma. Pero el cansancio no puede ser excusa para rendirnos. Hay que perseverar porque este país vale la pena. La democracia no es perfecta, pero es el único sistema que nos permite reconstruir cuando todo parece perdido.
No podemos resignarnos.
No podemos quedarnos quietos.
No podemos seguir alimentando este círculo vicioso.
No podemos dejar que otros decidan.
No podemos entretenernos odiándonos.
Repito, no podemos resignarnos. Y como dijo el filósofo de La Junta: «Se las dejo ahí…” @LColmenaresR

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